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En lo más profundo del bosque.

Elemento imprescindible en los cuentos infantiles, símbolo de adoración para culturas arcaicas, cobijo de criaturas fantásticas y sede de hechos anómalos, el bosque ha simbolizado desde siempre el lado más oculto y oscuro del ser humano. Un lugar sombrío en el que sus árboles y senderos se convierten en guardianes de secretos y testigos de sucesos sobrecogedores. Nos sumergimos en sus misterios...


En el comienzo fue la naturaleza. Después el hombre. Y desde aquel primer instante, el ser humano aprendió a respetarla y a temerla. La naturaleza era quien le daba el sustento, pero también la que ocultaba a las criaturas que le acechaban constantemente, especialmente tras la llegada de la noche.

Y el ser humano se internó aún más profundamente en los bosques buscando lugares seguros en los que habitar. De esto hace 200.000 años y la imagen protectora y a la vez amenazadora del bosque sigue persistiendo en nuestro inconsciente colectivo.

En su interior es donde se han situado las fechorías de personajes siniestros. No en vano el bosque es el lugar elegido por muchos criminales para cometer sus delitos o para intentar ocultarlos.

Uno de los mejores ejemplos lo tenemos en Manuel Blanco Romasanta, el llamado hombre lobo de Allariz. Nacido en la localidad orensana de Regueiro en 1808, Romasanta comenzó su andadura criminal hacia 1844 en el pueblo de Rebordechao. Allí acabó con la vida de al menos siete mujeres y dos hombres. Sus víctimas contrataban los servicios de este buhonero para que les guiara a través de los bosques gallegos a diferentes destinos. Pero estos nunca llegaban a las ciudades acordadas porque Romasanta los mataba en el camino escondiendo los cadáveres entre árboles y matorrales, en lo más profundo del bosque.

Cuando fue detenido en 1852, juró haber cometido sus crímenes por el influjo de una maldición que le hacía convertirse en hombre lobo en las noches de Luna llena. Esa afirmación, la superstición de la época y el hecho de que los cuerpos de sus víctimas aparecieran con desgarros propios del ataque de algún depredador hizo circular la leyenda popular de que realmente aquel hombre decía la verdad.

Pero lo que Romasanta realizó fue algo muy común en el mundo del crimen: utilizar el bosque como refugio seguro a sus delitos. Aún no se sabe muy bien por qué, pero los bosques ejercen una gran atracción para los asesinos. Mientras la gente cotidiana los observa con temor, ellos lo ven como un aliado en potencia. Algo así como si los mecanismos normales de defensa heredados por el ser humano durante siglos frente a la naturaleza no existieran en sus mentes.

Y de esta forma, de vez en cuando, surgen episodios como el protagonizado por Romasanta o por el también asesino en serie Andréi Chikatilo, quien acabó con la vida de unos 52 niños entre 1982 y 1990 en los alrededores de la ciudad rusa de Rostov. El lugar donde los acuchilló y escondió fue una vez más, el bosque.

   Iniciados y brujas

Aún con estos ejemplos, el simbolismo más común con el que se relaciona al bosque es el de lugar de iniciación. Los árboles, la espesura que forman entre ellos, fue durante siglos el punto donde el hombre debía afrontar y vencer su miedo a la oscuridad, a lo desconocido, y donde se meditaba y se tomaban las decisiones trascendentales.

Grandes iniciados de la historia siguieron esta pauta, como Krisna, que vivió durante años en un bosque hasta que le llegó la iluminación, o Buda, que meditó largo tiempo bajo el árbol cruciforme de la vida, el llamado árbol bodhi que desde ese instante se convirtió en símbolo de la sabiduría para el budismo. El mismo Jesucristo tuvo que retirarse al monte de Getsemaní o de los Olivos para decidir qué hacer en sus últimos días de vida.

Estos grandes personajes no fueron los únicos que eligieron el interior de los bosques –fueran estos de la especie que fueran– para meditar y alcanzar unos conocimientos hasta entonces vedados a su mente. Muchos siglos después esa tradición la perpetuarían las llamadas brujas, principalmente en los bosques del norte peninsular. En tierras de Euskadi, Navarra y Aragón una nueva casta de mujeres adquirió su saber entre árboles y musgos. Ellas siguieron el postulado de los grandes iniciados y se refugiaron en la soledad de las forestas alcanzando una sabiduría reservada a unas pocas elegidas.

Para sus vecinos el bosque no era más que un espacio peligroso y misterioso. En la conciencia de estas herboleras se convertía en un lugar mágico al servicio del ser humano, un regalo de la madre Tierra.

También en su centro era donde celebraban los famosos akelarres convirtiendo a bosques como los de Zugarramurdi o Durango en nombres claves en la historia de la brujería. El primero por las famosas reuniones de brujas que se denunció sucedían allí, y el segundo por derivar a la postre en el primer auto de fe importante celebrado en España contra las “durangas”, las primeras brujas vascas.

Aquellas mujeres fueron perseguidas por una religión, la cristiana, que no comprendía que lo único que hacían era perpetuar la antigua adoración a los árboles y las plantas, adoración que procedía del inicio de los tiempos, cuando el hombre prehistórico observaba con temor cómo los árboles atraían los rayos que caían del cielo. Hoy sabemos que los bosques propician la aparición de tormentas, pero sus mentalidades primitivas sólo veían la caída de tremendas energías electromagnéticas, fuerzas extraordinarias a sus ojos.

Y así surgió la creencia de que también los árboles tenían vida propia, un alma; que todo formaba parte de un mundo animado. Es lo que el gran antropólogo José María de Barandiarán definía como animismo, que con el tiempo derivaría en el politeísmo, al considerar no sólo que los seres míticos poseían esa alma sino que también ostentaban una forma física animal, humana o mixta.

De esa manera surgieron los númenes de los bosques: elfos, trasgos, duendes, gnomos… El bosque, el árbol, la fuente tenían vida propia; pero en su interior actuaban seres misteriosos con apariencias precisas a los que se debían actuaciones favorables o desfavorables hacia el hombre.

Y también así surgió el culto al árbol. En la época de Plinio ya servían como templos y a algunos incluso se les vestía con armas, ropajes y atributos propios de las imágenes de los dioses. A los más importantes, como el “olivo de Minerva” en Atenas, o el “haya de Júpiter” en Roma, se les encerraba en muros que les protegían del mundo exterior.

Esa mezcla de religión, mitología y adoración a la naturaleza provocó la aparición de los primeros bosques sagrados, porque como el propio Séneca escribió: “Poblados de árboles añosos y gigantescos, cuyas ramas se entrelazan ocultando el cielo, ¿no sugieren la idea de que allí vive un dios?”.

La llegada del cristianismo acabó con tal visión. Las brujas del norte de España fueron las últimas en perpetuar esa veneración y por ello sufrieron persecución.

Seres extraños 

Lo que la intransigencia religiosa propició fue la aparición de mentes supersticiosas. Los bosques ya no volvieron a ser vistos como templos sagrados. Su frondosidad animaba a tomarlos como lugares tenebrosos ya que en las zonas más umbrías jamás llegaba el Sol.

En Normandía se creía que cuando el viento agitaba las ramas de los árboles en el bosque de Longboel se escuchaban las voces de los muertos, y en Alemania comenzó a difundirse la leyenda de un cazador fantasma que recorría los senderos sin descanso. Desde ese instante, tal y como afirma Enrique Balash en su libro El lenguaje secreto de los cuentos, “el bosque se convirtió en el mundo de las tinieblas, sus ruidos en el lamento de los espíritus y sus criaturas en monstruos”. Hoy esa tradición se mantiene, en parte al menos, en lo que al mundo de la criptozoología respecta. En algunos de ellos se busca al bigfoot, en otros al sasquach y al resto de los llamados hombres bestias. 

Pero los que más atención suscitan son esa serie de criaturas calificadas de exóticas por unos y extrañas por otros, con la característica común de que también el bosque les guarda del alcance humano. 

En 1909 una extraña criatura comenzó a ser vista en la zona más arbolada del condado de Pinelands, en Nueva Yersey. En tan sólo una semana más de cien personas aseguraron haberse topado con un ser de aproximadamente metro y medio de altura, con un par de alas, cabeza separada del cuerpo por un largo y delgado cuello y que “caminaba erguido con sus patas traseras, parecidas a las de un pájaro, terminando en pezuñas como las de un caballo”, decía Mr. Evans, uno de los testigos. Ante el pánico que iba adueñándose de la localidad se decidió organizar una batida de caza que siguió las huellas del ser hasta perderse en los bosques cercanos. Pronto personas de los pueblos cercanos afirmaron haberlo visto volando, saltando entre ramas, caminando… Y allí donde lo situaban se encontraban las misteriosas huellas semejantes a cascos de caballos. Por todo, se bautizó al animal como “el diablo de Jersey”. El último avistamiento se produjo en 1999 y nuevamente los árboles se convirtieron en su mejor refugio. 

Algo semejante ocurrió con la conocida historia del mothman, figura humanoide, grisácea y de gran envergadura que en la década de los 60 del pasado siglo se dejó ver por diversos vecinos de la localidad de Point Pleasant en el estado norteamericano de Virginia. También aquí los bosques fueron los principales puntos de unos encuentros que acabaron en tragedia la noche del 15 de diciembre de 1967 con el hundimiento del puente Silver y la muerte de 38 personas. Aunque para extraña la historia del hombre-rana de Loveland, una extraña criatura vista por vez primera en la noche del 3 de marzo de 1972 en las inmediaciones del bosque que bordea el río Little Miami. Los testigos, dos policías, lo describieron como un ser de metro y medio de altura, con morfología casi humana, de piel grisácea y rugosa, y con rostro semejante al de una rana de ojos grandes y sin labios. 

Luces y desapariciones

 ¿Son estas narraciones las que siguen infundiendo el temor casi atávico que el ser humano presenta frente al bosque? En parte sí, pero otro gran porcentaje se debe a nuestra propia genética. Jung aseguraba que hablar del bosque era “penetrar en el lado más feroz del inconsciente”. Ciertamente los acontecimientos que se han ido conociendo aumentan ese temor. Por los bosques es donde asegura la tradición gallega se aparece la Santa Compaña en su lúgubre recorrido, donde las leyendas vascas sitúan al Eiztari beltza –“cazador negro”– en su perpetuo deambular en busca de almas, donde se dejaba ver el “descabezado de Rubiaco”, un ser de más de dos metros de altura sin cabeza que, ataviado con una especie de vestido blanco, deambulaba por las partes más boscosas de las Hurdes. 

También en un bosque, y nuevamente en las Hurdes encontró la muerte Nicolás Sánchez Martín al ser alcanzado por una extraña esfera luminosa que le persiguió mientras galopaba en una fría noche de 1917; y en otro bosque de Cataluña, el que rodea a la localidad de La Mussara es donde se sitúan ciertas puertas adimensionales que podrían haber sido la causa de las extrañas desapariciones registradas en sus parajes. Por las partes frondosas de la sierra de Gádor actuó Francisco Leona, curandero y asesino en 1910 del niño Bernardo González Parra, dando lugar a la leyenda del “hombre del saco”; y en otras de Vitoria hizo lo propio Juan Díaz de Garayo acabando con la vida de siete mujeres y originando en 1870 la tristemente famosa figura española del sacamantecas. 

Mención aparte merecen los OVNIs. Luces vistas entre árboles, huellas dejadas en claros, abducciones cometidas en los senderos, árboles extrañamente calcinados, humanoides entre setos y arbustos…

 El bosque se ha convertido en un lugar a respetar y a ser temido. Nuestros antepasados lo sabían bien, y el folclore nos ha enseñado que así deberá seguir siendo por muchos años venideros…

FUENTE: http://www.xn--revistaaocero-pkb.com/secciones/geografia-magica/lo-mas-profundo-del-bosque

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